martes, 20 de febrero de 2018

Los vivos y los muertos, de Joy Williams


Joy Williams (Massachusetts, 1944)
LOS VIVOS Y LOS MUERTOS
[The Quick and the Dead, 2000]
Trad. Albert Fuentes
Alpha Decay, 2017 - 440 págs. - inicio

Laura Fernández habla con Joy Williams
[ni al Dr. Tongoy ni a mí nos ha gustado]

«Ya en casa, Alice se puso el camisón y cenó dos sándwiches de queso y un bol de espaguetis. Sus abuelos estaban sentados en el salón y miraban a Furia que descansaba en su cesto, rodeado de sus juguetes. Se llamaba así en honor al hermoso caballo que en una película de Bette Davis muere de un balazo que le descerraja Gary Merrill, quien finge ante todo el mundo que es el marido de Bette. La Davis era la estrella de cine favorita de su abuela. De las nuevas, ninguna le llegaba a la suela de los zapatos.
—Ali —dijo su abuelo—. Me alegra muchísimo que hayas vuelto. Tenemos que hacerte unas preguntas.
—Esta noche son de las buenas —dijo su abuela.
Alice se preparó otro sándwich de queso. No era frugal y comía como un perro abandonado, como un perro rescatado de la perrera en el último suspiro.
—Una mujer va al médico —dijo la abuela— y el médico le dice que tiene cáncer de hígado y le da tres meses de vida. El cáncer de hígado es una forma horrible y dolorosa de irse al otro mundo y no hay manera de ganarle la batalla, dice el doctor.
—Lo típico —dijo el abuelo.
—¿Qué? —dijo la abuela.
—Típico de un doctor. —Su abuelo cogió un pañuelo de la caja que tenía en una mesa a su lado y se puso a hurgar en una de las orejas de Furia.
—Sí, en fin, la mujer vuelve a casa y tiene una larga conversación con su hijo. Entonces, él lo arregla todo para que su colección de pistolas quede al alcance de su madre y ella se pega un tiro. En la autopsia descubren que no tenía ningún tumor en el hígado.
—Sólo unas cuantas vesículas de pus y ya está —dijo el abuelo. Luego se metió el pañuelo usado en el bolsillo sin mirarlo.
—Así pues, la pregunta es: ¿Quién es el responsable de la muerte? ¿La señora, el hijo o el doctor?
Esos problemas siempre le levantaban los ánimos. No eran preguntas de naturaleza ética o lógica, y las respuestas, a fin de cuentas, no importaban, dadas las circunstancias. Sencillamente le encantaban.» (págs. 24-25)

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